Olmecaricia y Olmecahuixtle no perdían momento para irse a esconder entre las milpas a intercambiar arrumacos y palabras de amor, tan fervientes, tan apasionados, tan candentes, que hasta los granos de maíz saltaban como palomitas, haciendo con su reventar un monótono ritmo, casi cadencioso de “pop… pop… pop pop pop”.
Por su parte, Olmecanija y Olmecallado, solícitos y acomedidos, se dieron a la tarea de empezar a hacer algunos hoyancos donde poder clavar las puntas de los palos verticales que servirían de paredes para las chozas que ocuparían los familiares de Olmecachetes. Era mucho el trabajo, y no encontraban a Olmecopa para que les echara la mano.
-Oye, Olmecachetes, dile a tu marido que venga a ayudarnos.
-Si supiera dónde está, no tendrían que pedírmelo. Yo misma lo iba a poner a construir el “chocerío”.
Ella misma quedó sorprendida por ese neologismo que acababa de inventar para mencionar el grupo de chozas que, en este caso, iban a conformar una aldea.
Abrió tremendos ojotes; miró hacia arriba hasta casi poder vislumbrar el brillo, no del foco encendido, sino del pedernal chispeante que iluminaba su intelecto.
-No se dónde está –volvió a disculparse-, pero presiento que lo voy a encontrar. Tengo una idea.
Y diciendo y caminando hacia la parte más arbolada de aquel paraje aguzaba la mirada y casi saltaba los ojos, oteando por aquí y por allá. Olisqueaba el aire, y caminaba casi volando para no hacer ruido y poder sorprender a su marido.
Movía la nariz en un intento de olfatearlo, al estilo *choloitzcuintle, ese perro pelón que servía de compañía y de cobija a los nativos.
Más que buscar en los recovecos y sitios propicios para una sabrosa y deliciosa siesta, buscaba en lo alto, arriba, sobre las ramas tupidas de hojarasca. Más arriba. Todavía más, en la punta de los árboles. En la copa, pues.
Y, si. Ahí estaba, plácidamente recostado en una rama ligera que se movía lánguidamente como una fina hamaca a merced del vientecillo susurrante.
Sus ronquidos eran como el roce de ese mismo vientecillo contra la verde maleza.
Olmecachetes no se dignó gritarle para llamarlo. No, que va. Ni siquiera hizo el intento de hablarle con su voz natural. No. Ni siquiera de musitar el nombre del durmiente. No. Sería en vano.
Optó por abrazar el árbol en cuestión y haciendo un esfuerzo sobrehumano, lo zangoloteó de aquí para allá dejando caer el pesado cuerpo de Olmecopa, el que sonó como un costal de papayas reventadas. ¡Cuaj! Y aún así, siguió roncando.
No fue sino hasta que su divina mujer lo cogió de las orejas y lo levantó como si fuese una olla llena de frijoles. El pobre hombre entreabrió los ojos y, haciendo una mueca de dolor, y a medio despertar, alcanzó a preguntar:
-¿Qué pasa?
-¡Haragán! ¡Flojo! –le recriminó, y después de una pequeña pausa, acentuando la voz le volvió a etiquetar-: ¡Aguacatón! –y esta vez puso sus manos cóncavas y vueltas hacia arriba, como sopesando un par de grandes aguacates, de los que ya dijimos en otra ocasión que este fruto sabroso quiere decir testículo.
Así, pues, ante el infortunio de haberle encontrado su esposa, no le quedó más remedio que ponerse a trabajar en la construcción de chozas para recibir a la familia de su mujer, que ya comenzaban a llegar, primero diez, luego otros cinco, y otros diecinueve, y veinticinco, y Olmecopa se rascaba la cabeza queriendo imaginar cómo los iba a acomodar a todos y cada uno.
-Oye, mujer, son muchos tus parientes, y…
-¿Y qué? –le interrumpió, sabedora de que se iba a quejar.
-¡Y si solamente atendemos a tus hermanos? –se atrevió a sugerir Olmecopa.
-Como quieras.
-¿Cuántos son?
-Los dedos de mis manos y de mis pies, más éste y este y este…
Como no sabía contar, no pudo saber que eran veintitrés, pero si pudo calcular que eran muchos.
-¡Tantos? –dijo en voz baja, como no queriendo que su compañera lo escuchara por no despertar la iracunda fiera que tenía por carácter.
-Eso sin contar a sus parejas y sus crías.
“¡Pa´su mecha!” , hubiera exclamado, pero sólo dejó escapar una tierna y dulce lagrimita.
-Mira lo que son las cosas: somos *Olmecas, es decir de la Región del Hule, y ¿a tu papá no se le ocurrió conseguir un pedazo de “hule” para no tener tantos hijos?
Olmechetes lo miró con un odio profundo, más maldición que coraje.
-¿Qué quieres decir? ¿Qué hubieran usado preservativos?
-No, mi amor. Esos no se han inventado todavía. Quise decir que, con un poco de hule, hubieran confeccionado una bolita y, en lugar de tantos hijos, mejor hubieran construido canchas para el juego de pelota.
-A ti sólo te apasiona el jueguito ese.
-Pues ese jueguito, como le llamas, algún día será del gusto de casi todo el mundo conocido, aunque con algunas variantes.
-¿Si? Cuáles?
-Pues ahora es “hucklebol”, es decir, que se juega rebotando la pelota con la cadera. En el futuro será “basquetbol”, o sea que tratarán en meter la pelota en una canastilla y, otra variante, más popular será el futbol, que consiste en darle de patadas a la pelota.
-¡Ah! ¿Así? –y diciendo y haciendo, Olmecaricia le sorrajó la primera patada en la rodilla, y cuando se agachó para sobarse, le dejó estampadas las uñas de los pies en su apergaminada cara, que se frunció, mostrando por un instante la imagen de una nuez moscada.
(CONTINUARÁ)
IDEA ORIGINAL Y TEXTO: rafael riquelme nesme
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