PRIMEROS POBLADORES
UN POCO EN SERIO.
UN POCO EN BROMA.
NOTA ACLARATORIA: Esta misma reseña ya la publiqué en fragmentos, pero como aparecen de abajo hacia arriba, algunos visitantes no la leyeron cronológicamente; razón por lo cual, ahora la vuelvo a publicar como un solo texto que es, en realidad.
Gracias.
Idea y texto original de:
rafael riquelme nesme
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CAPÍTULO 1
PRIMEROS VISITANTES
En un día de tantos, del año del caldo, mientras caminaban soleadamente, abriendo brecha en la cerrada maleza, charlaban, jadeando, dos hombres ataviados a la moda de aquel entonces.
-Caray, que vegetación tan cerrada –dijo Olmecallado, sacando la lengua reseca.
-Es lógico –contestó Olmecahuixtle, y continuó: -Nunca nadie había estado por estos parajes. Antes di que hemos llegado hasta aquí.
-Hasta aquí, ¿dónde?
-Pues, aquí. ¿dónde más? –argumentó doctoralmente Olmecahuixtle.
-¡Ah, pues si! Y, ¿cuándo llegaremos? –preguntó nomás por preguntar algo.
-¿A dónde? Si no tenemos una meta?
-Es cierto –jadeó más que suspirar Olmecallado, y continuó: -es que ya quiero llegar a cualquier parte. Nosotros no traemos ningún mapa, o plano, o, al menos, alguna señal de dónde detenernos. Recuerda que los Aztecas llegaron a Tenochtitlan porque su brujo, o sacerdote, o lo que sea, les predijo que encontrarían un águila devorando una serpiente.
Olmecahuixtle se le quedó mirando con cierto aire de superioridad, como diciéndole tonto; y, por ir volteando a verlo se dio un santo y bueno fregadazo en la cara con una rama de jinicuil.
-Por eso es que nos mandaron de adelantados, para buscar una señal donde fundar nuestra comunidad.
-Y, hablando de que nos mandaron, éramos tres. ¿Dónde quedó Olmecopa?
-Es un caso perdido –respondió Olmecallado moviendo negativamente la cabeza. –Por eso no quería que viniera con nosotros.
-Debemos tener consideración para él. Ha de venir por ahí.
-Pues hay que buscarlo, porque no creo que se haya quedado rezagado por cansancio. Con eso de que le gusta la copa…
Tienes razón. Habrá que buscarlo –aceptó Olmecahuixtle con cierto aburrimiento.
Y desandaron un buen trecho de distancia, gritando su nombre y atentos a cualquier indicio que les diera alguna pista para encontrarlo.
-¡Olmecopa! –gritaba el uno.
-¡Olmecopa! –gritaba el otro.
Así durante algunas horas, que ellos no tomaron en cuenta porque no se habían inventado todavía las horas, por lo menos en esa región.
-¡Olmecopa! –volvía a gritar el uno.
-¡Olmecopa! –volvía gritar el otro.
Buscaban y rebuscaban, entre ramajes y matorrales, entre zanjas y barrancos, y de Olmecopa, ni sus luces.
Aguzaban el oído por si alcanzaban a distinguir, entre el vocinglerío animal, la voz o algún movimiento que lo identificara.
Y sólo alcanzaban a percibir los trinos de las aves, el aullido del coyote, el rugido del ocelote. El cloqueo del guajolote, el quejido de… ¡Caramba! Sí, era un quejido.
-Olmecallado, escucha… -previno Olmecahuixtle.
Olmecallado puso su mano en la oreja a manera de concha para escuchar mejor, y si, era realmente un quejido humano.
-Por allá –señaló Olmecallado.
Y se dieron prisa en localizar el sitio de donde provenía el quejido.
Ahí estaba, tendido entre un montón de hojas y yerbas, Olmecopa.
-Mira nada más cómo andas, hermano. ¿Pues qué te pasó?
-Por andar en la copa, me caí.
-Te hemos dicho que ya no bebas pulque.
-¿Cuál pulque, ni qué nada! Me caí por andar en la copa, pero en la copa de ese árbol de ahuacacuahuitl
-Aguacate, querrás decir –corrigió Olmecahuixtle.
-Bueno, así le llamarán en un futuro, cuando vengan los conquistadores. Me subí para hacerla de vigía y ver si desde esa altura podía localizar el sitio que debemos localizar, y de paso, cortar algunos.
-Pues convida –dijo Olmecallado tratando de arrebatarle unos cuántos.
-¡Mis testículos! –gritó imperioso Olmecopa, aferrándose al montón de aguacates cortados del árbol de donde había caído.
-No seas picardiento, Olmecopa…
-¿Picardiento? Yo no soy picardiento.
-Acabas de decir “mis testículos”.
-Pues eso quiere decir *“aguacate”: testículo.
-Ah, caray… No lo sabía.
-No lo sabía –repitió refunfuñando Olmecopa-. Te haces *huachólotl.
Olmecallado dió dos o tres vueltas, bailoteando en derredor de Olmecopa, fingiendo el movimiento de los guajolotes y en una mala interpretación de su voz, casi gritaba: “gordo, gordo, gordo”
Una vez recuperado del batacazo, juntos los tres, continuaron su marcha, enredándose en la maleza de aquellos parajes, hasta que después de mucho andar llegaron a un valle risueño y pleno de luz y vegetación donde brillaban los rayos de un sol deslumbrante entre el canto acuoso de un manantial alegre y juguetón.
Los tres a uno quedaron sorprendidos, maravillados ante ese paradisíaco espectáculo natural. Suspiraron, dieron dos o tres brinquitos de júbilo y, en un rapto de alegría, Olmecahuixtle, llenando plenamente sus pulmones todavía no contaminados por el smog, puso sus manos en bocina a la altura de la boca y gritó:
-¡Agua a la vistaaaa!
Y sin demora, los tres, como uno solo, brincaron, saltaron, gritaron y hubieran lanzado hurras de alegría, pero todavía no se había inventado esa expresión, por lo que dando brincos de alegría y saltando como chapulines en comal ardiente, se dirigieron al manantial y sin decir “agua va” se lanzaron de bruces a esos cristales líquidos, casi congelantes en aquel nacimiento de agua volcánica.
Ahí mismo saciaron su sed, y ahí mismo se hicieron chiz, tiritando de frío.
Por la alegría que les dio, decidieron llamarle a ese sitio *Ahauilizapan, o sea “lugar de las aguas alegres”.
CAPÍTULO 2
ORIZABA CHAYOTERO
Pasadas cuatro nubes grises y un chipi chipi acariciante, Olmecallado, Olmecahuixtle y Olmecopa abandonaron el nacimiento de aguas volcánicas, cansados, aunque revitalizados, y hambrientos.
Los pocos aguacates que llevaban, ya habían ido a formar parte del pasado, y no tuvieron la precaución de llevar su “lonche” para el recreo.
Así, pues, se dieron a la tarea de querer recolectar frutos o yerbas, a menos que pudieran cazar algunas lagartijas, o algún *tapir, especie de cochino, marrano, cerdo, o puerco, que son lo mismo, y lo cual hubiera sido maravilloso.
En esa búsqueda, Olmecopa encontró unos vegetales de forma ovoide, verdes, cubiertos de grandes espinas. Y no los descubrió por andar buscando algo qué comer, sino porque un manojo de espinas de regular tamaño se le clavaron en el pie, haciéndole soltar un buen racimo de maldiciones, de las que se usaban en ese entonces.
Doloroso, es verdad, pero se le encendió el foco, perdón, no los había aún; se le encendió una tea en el cerebro, al darse cuenta de que al pisarlo, había descubierto el *“chayotl”.
Por estarse revolcando de dolor, sus dos compañeros pensaron que estaba jugueteando en el pasto reverdecido por la lluvia, y lo conminaron a dejar de rodar sobre el pasto.
-Ora, tú, Olmecopa. Ponte a buscar alimento. Te crees *“choloitzcuintle”?
-Tú lo serás. ¿Acaso soy perro? –se defendió Olmecopa-. Miren, encontré esta cosa con espinas y me puncé el pie.
-¿Y qué será? –preguntó curioso Olmecahuixtle.
-Pues quién sabe, pero yo lo llamaría chayotl.
-¿Y, por qué?
-Nomás así. Porque me pareció un chayotl, y al que algún día le llamarán chayote..
-No suena mal: chayote, chayote –repitió como ensoñando Olmecallado. Y añadió-: ¿Será comestible?
-Es probable.
Y al decir probable, se refería a probarlo, no a la acepción de posibilidad; así que, sin más preámbulos, y después de dos o tres ensartadas de espinas en los dedos de las manos, lograron desnudar al “sechium edule”, al cual menciono con su nombre científico, para no repetir chayote.
Lo probaron crudo, y no les pareció mal, pero Olmecahuixtle sugirió que tal vez sabría mejor si lo cocinaran.
Olmecallado asintió con la cabeza, y se aventuró a sentenciar:
-Tú fuiste el de la idea, Olmecahuixtle, así que a ti te corresponde hacerlo.
-Qué tristeza que no estén aquí nuestras mujeres –suspiró este último-. Ellas si sabrían cómo cocinarlos.
Y los tres dedicaron un tiempo en suspirar por sus respectivas Olmecaricia, Olmecanija y Olmecachete, hasta que al fin, Olmecahuixtle, más hambriento que enamorado, rompió la ensoñación con un gimoteo:
-Pero ¿cómo lo vamos a cocinar, si no tenemos ni fuego, ni cacerolas, mucho menos olla Express?
Nueva incertidumbre compartida entre los tres, hasta que al fin, Olmecallado, aspirando 18 litros de oxígeno puro, rugió, más que insinuar:
-Fácil: el lugar más próximo que tenga fuego para ponerlo a hervir, es la montaña humeante; aquella de la que sólo se ve el pico por detrás de las montañas.
-¡El Pico! ¡Claro! El Pico de Ahauilizapan, o el Pico de Orizaba como seguramente le llamarán algún día.
-Exacto –aceptó Olmecallado.
-Pero…
-Ningún pero… Vas y regresas rápido, antes que se enfríe.
Y fue. Y subió. Y con un lazo de higuerilla lo descolgó hasta muy cerca de la lava. Y lo volvió a sacar. Y corre que te corre llegó nuevamente hasta donde sus amigos, y se dieron prisa en comerlo.
Les pareció fabuloso, aunque opinaron que le faltaba sal; que hubiera sido mejor con mantequilla, y a lo mejor en un tesmole y, como siempre, sabedores nosotros que todavía no les eran conocidos algunos productos, o inventos, o recetas, hacemos caso omiso a los comentarios y continuamos.
-Me parece –dijo Olmecallado-, que si vamos a vivir con nuestra tribu en estos lugares, nos llamarán ahauilizapeños, por su aguas alegres, y chayoteros, por este delicioso manjar… -y detuvo dramáticamente su parlamento para señalar con la punta de su dedo índice, sentencioso, a Olmecahuixtle e interpelarlo:
-¡Y tú, Olmecahuixtle, no le hagas al tonto: déjame la pepita del chayote, o el corazón, que es lo más sabroso!
CAPÍTULO 3
¡LLEGARON LAS ESPOSAS!
Felices de la vida, nuestros tres amigos iban y venían de una charca a otra, de un nacimiento de agua a otro; de una laguna a otra, de una represa de río a otra represa.
Corrían, jugaban, saltaban, reían, gritaban, y nada les interfería. Hasta parecían solteros.
Si caía el sol a plomo, pues qué caray, estaban en el agua fresca y cristalina, pura: sin ninguna contaminación. No existían todavía los factores contaminantes.
¿Comer? La vegetación abundante les propiciaba alimentos suficientes para saciar su hambre, dado que no tenían conocimientos de alta cocina ni repostería ni nada por el estilo.
Se contentaban con casi nada. No les eran imprescindibles ni las garnachas, ni los molotes (ahora llamados quesadillas), ni los chileatoles, ni los tamales, ni el atole, porque nada de eso se había inventado todavía, así que se contentaban con algunos elotes asados, chayotes que iban a hervir de carrera al Pico de Ahauilizapan y frutos silvestres como las tunas, los mezquites y las bellotas, o bien, maíz rústico, calabaza y, cuando les era propicio, vivían de la caza y de la pesca.
Aún así, con todas estas carencias y faltos de medios para cualquier otra actividad, eran felices, y suspiraban por causa de su soledad, pero al menos, no tenían que pedir permiso para ir con sus compañeros a refrescarse al Ojo de Agua donde ese líquido cristalino, transparente, delicioso al tacto y al paladar, de origen volcánico, fría a más no poder, les ponía la carne chinita chinita, pero no lo mencionaban porque no sospechaban siquiera que hubiese otros continentes, y menos aún que en uno de ellos existieran los chinos.
Muchos años después, alguien por ahí escribiría: “chino chino japonés, come caca y no me des”. Y esa frase se volvería un dicho pegajoso y popular en boca de niños y jóvenes solamente; pero no adelantemos las épocas ni las costumbres.
En eso estaban nuestros tres gentiles amigos, cuando escucharon, en la distancia, murmullos apenas reconocibles.
Conforme pasaba el tiempo, los murmullos se fueron haciendo más identificables.
-Ya llegan –dijo, casi sin voluntad, Olmecahuixtle.
-Úchale, y tan bien que estábamos –suspiró casi en llanto Olmecallado.
-Pues qué bueno –discurrió Olmecopa, y agregó: -ya era tiempo. Se tardaron mucho. Ojalá y sean ellos, y no otra tribu que nos venga a hacer la guerra, o que nos vengan a cobrar la renta por estar ocupando sus tierras.
-Ni lo mande Huitzilopochtli. Que la boca se te haga “chicharrón” –dijo Olmecahuixtle, haciendo una sacra señal con la mano izquierda.
-¿Chicharrón? ¿Qué es eso?
-No lo se, pero suena como amenaza.
En eso estaban, cuando escucharon las femeninas voces regañonas de sus queridísimas esposas:
-Olmecallado… -gritaba Olmecanija, y repetía-: Olmecalladoooo…
Su voz se sobreponía a la de Olmecaricia que, conjuntamente mencionaba el nombre de su esposo, con la esperanza de haber llegado al sitio predestinado:
-Olmecahuixtleeee… Olmecahuixtleee…
Y, sobre la voz de estas dos mujeres, se alzaba ruidosa y vociferante la de Olmecachetes, la que, buscando a su esposo, más que gritar su nombre, atronaba ruidosa y furibunda:
-¿Olmecopaaaa!
Este último metió la cabeza entre los hombros, y se hizo chiquiiito chiquiiito instintivamente, y a señas les pedía a sus compañeros que se quedaran callados, que no hicieran ruido.
-¡Olmecopaaaa! –volvía a tronar la voz de la mujer que echaba rayos y pestes.
Olmecopa casi se arrodilla ante sus compañeros para que se escondieran, cosa que ignoraron: hacía mucho tiempo que no veían a sus esposas y estaban felices de que llegaran.
Ignorando las súplicas de Olmecopa, volvieron a brincar de júbilo y respondieron a las voces…
-Aquí –gritó el uno.
-Acá –gritó el otro.
Y pronto aparecieron las tres mujeres.
Las dos primeras abrazaron y acariciaron a sus respectivos esposos, no así Olmecachetes que lo primero que hizo fue darle un par de cachetadas a Olmecopa y luego dos o tres puntapiés, que dejaron profundas huellas de uñas en las nalgas de éste que, cubriéndose la cabeza con las manos para defenderse de los golpes, no pudo esquivar el castigo.
-Mi *chilpayate –susurró muy quedo Olmecaricia al abrazar a Olmecahuixtle, sabedores nosotros que le quería decir “mi bebé”
Mientras, por su parte, Olmecanija le musitaba al oído a su esposo diciéndole casi en un susurro, *”mi Piltontli, queriéndolo mencionar como mi niño, mi muchacho, y Olmecallado se dejaba consentir.
Ante estas escenas de amor y felicidad conyugal, Olmecopa se atrevió a tratar de serenar a su esposa, acercándose cautelosamente a ella y, extendiéndole los brazos, se atrevió a suplicar:
-Mi viejita linda, te extrañé muchísimo. ¿No me das un abrazo?
Olmecachetes medio sonrió, puso sus brazos en jarra de barro cocido y luego los extendió a los lados, ofreciéndole su regazo a su esposo quien, ni tardo ni perezoso se lanzó hacia ella y trató de acurrucarse en ese nido de amor, circunstancia que aprovechó la enfurecida mujer para abrazarlo con tal fuerza que, si no hubiese sido por la ayuda que le prestaron Olmecahuixtle y Olmecallado, nuestra historia tendría, por ahora, su primer difunto.
CAPÍTULO 4
CON TODO Y PARENTELA
El recibimiento de las esposas no fue lo que ellas esperaban. No hubo cohetes, ni música, ni festejos en grande porque no había por aquel entonces ni cohetes, ni grupos musicales, ni mole.
De cualquier manera, Olmecahuixtle y Olmecallado no cabían en si mismos de tan contentos como estaban de que hubieran llegado Olmecaricia y Olmecanija; no así Olmecopa que, aunque también deseaba la llegada de Olmecachetes, no esperaba ser agredido de tal forma.
¡Pobre hombre!
-Y, ahora ¿por qué? –se quejó.
-¿Por qué? ¿Y todavía preguntas por qué? Por haberte venido con estos amiguillos tuyos sin consultarme tus planes.
Olmecopa no dejaba de sobarse las partes doloridas; es decir, de sobarse todo el cuerpo, pues su amorosa mujer lo había cacheteado, abofeteado, pateado por arriba, por abajo, por delante, por detrás, por donde más le duele a un hombre: en su orgullo.
-Pero no te enojes –se quejó dolorosamente, moviendo las manos al estilo Chavo del Ocho.
-Cómo carambas no me voy a enojar, si cuando llegué a nuestros aposentos, todo estaba tirado, sin barrer, ni sacudir, y los trastos sin lavar.
Olmecopa la miraba con ojos llenos de sorpresa y temor.
-Te dejé un recado.
-Ya sabes que yo no se leer, y menos esa cantidad de glifos que sepa el Dios Jaguar qué signifiquen. ¿Tú qué te crees que voy a ir hasta *Jáltipan a que me enseñen la estela donde están labrados los 62 glifos? A menos que me dieran una beca para ir a aprender. ¡Jumm!, como si no tuviera qué hacer.
Y era lógico que no supiera leer, si se pasaba todo el día en el río lavando sus pieles y tejidos de algodón que cubrían su morenazo cuerpo.
-¡Ah, qué caray! –musitó Olmecopa- Ya veré la forma de que haya más comunicación entre nosotros. Algo inventaré, no te preocupes.
Una vez restablecida la paz entre este ejemplar matrimonio, se pidieron disculpas y hasta se dieron una restregadita de nariz.
-Bueno ¿y qué? –preguntó Olmecachetes.
–¿Qué de qué? –respondió un tanto asustadizo Olmecopa.
-¿Qué vamos a comer? Dónde vamos a vivir? Qué expectativas tenemos?
Olmecopa se rascó la cabeza como si estuviera pensando, cuando que en realidad se rascaba por la picazón que le daban las grandes colonias de piojos y liendres que había estado cultivando.
-¿Comer…? –Hizo una pausa-. ¿Vivir…? –Otra pausa, más prolongada-. ¿Expectativas…? Qué quiere decir expectativas?
-Esperanza de que se realice algo.
-Mmmh, chiquita, pues estamos amolados. No tenemos nada. Nos venimos así como estábamos: con los calzones en la mano, como dirán alguna vez.
-¡Acabáramos! Pero, bueno. Siquiera que atrás viene una buena comitiva.
-¿Nuestra gente?
-Nuestra, no. Mía: mis papás; mis hermanos con toda su prole: esposas y esposos e hijos; mis tíos; nuestros compadres con todas sus familias; y uno que otro amigo que se sumó a la marcha exhaustiva que tuvimos que hacer para localizarte, a ti y a esos zánganos amiguillos tuyos.
-Pero, mujer, ¿dónde les vamos a dar alojamiento, si mis amigos y yo vivimos en esta choza que hicimos con varitas, pieles y yerbas?
-Ya veremos, ya veremos.
Y Olmecopa se fue a llorar a la orilla del río Ahauilizapan, que en aquel tiempo ni se llamaba río, ni cauce, ni arroyo, ni nada, pero ahí lloró desconsoladamente, sintiendo que su vida no tenía causa, ni razón de seguir, ante esa expectativa de vida familiar y social que se presentaba de improviso.
¿Dónde acomodarlos? Se preguntaba infructuosamente. No hallaba una solución, y ¿cuántos eran los que llegaban? Muchos. Por lo menos cien.
-¿Qué pasó? –cuestionó Olmecachetes.
-No lo se todavía.
-Pues tendrás que darnos cabida en tu choza.
-¿Ahí? –abrió tan tremendo ojotes que hasta un tecolote que por ahí andaba se le quedó mirando como si fuese su igual y emitió un suave sonido, mismo que hizo ponérsele la carne de gallina a la gorda y enérgica Olmecachetes.
-¿Qué tienes, amor? Qué te pasa? –le preguntó su tímido esposo.
-¡Acaso no oíste el canto del tecolote?
-Si. ¿Y qué?
-¿Acaso no sabes que “cuando el tecolote canta, el indio muere”? Y no quiero perderte, aunque no te soporte.
-Pero nosotros somos olmecas, no somos indios. Todavía no llega un descubridor a estas tierras a confundirnos con los habitantes de otro lugar llamado India.
Olmecachetes suspiró profundamente; entrecerró sus abultados ojos y musitó con apenas media voz:
-Cierto. Pero no por eso dejaré de pensar en ello, ni en el problema que tenemos por ahora de dónde vamos a darle hospedaje a nuestra gente, digo, a mi gente –se corrigió rápidamente.
-Pues no se.
-Bien, por lo pronto, yo dormiré en tu cama, si así se le puede llamar al montón de yerba que pusiste, y tú dormirás abajo, en el suelo.
-Pero, mi vida, si la yerba-cama está en el suelo.
-Entonces cavaremos un hoyo, y ahí dormirás, para estar abajo.
Olmecopa suspiró entrecortado, como conteniendo el llanto; y moviendo la cabeza, aceptó sin chistar más comentarios.
CAPÍTULO 5
Y SIGUIERON LLEGANDO
Olmecaricia y Olmecahuixtle no perdían momento para irse a esconder entre las milpas a intercambiar arrumacos y palabras de amor, tan fervientes, tan apasionados, tan candentes, que hasta los granos de maíz saltaban como palomitas, haciendo con su reventar un monótono ritmo, casi cadencioso de “pop… pop… pop pop pop”.
Por su parte, Olmecanija y Olmecallado, solícitos y acomedidos, se dieron a la tarea de empezar a hacer algunos hoyancos donde poder clavar las puntas de los palos verticales que servirían de paredes para las chozas que ocuparían los familiares de Olmecachetes. Era mucho el trabajo, y no encontraban a Olmecopa para que les echara la mano.
-Oye, Olmecachetes, dile a tu marido que venga a ayudarnos.
-Si supiera dónde está, no tendrían que pedírmelo. Yo misma lo iba a poner a construir el “chocerío”.
Ella misma quedó sorprendida por ese neologismo que acababa de inventar para mencionar el grupo de chozas que, en este caso, iban a conformar una aldea.
Abrió tremendos ojotes; miró hacia arriba hasta casi poder vislumbrar el brillo, no del foco encendido, sino del pedernal chispeante que iluminaba su intelecto.
-No se dónde está –volvió a disculparse-, pero presiento que lo voy a encontrar. Tengo una idea.
Y diciendo y caminando hacia la parte más arbolada de aquel paraje aguzaba la mirada y casi saltaba los ojos, oteando por aquí y por allá. Olisqueaba el aire, y caminaba casi volando para no hacer ruido y poder sorprender a su marido.
Movía la nariz en un intento de olfatearlo, al estilo *choloitzcuintle, ese perro pelón que servía de compañía y de cobija a los nativos.
Más que buscar en los recovecos y sitios propicios para una sabrosa y deliciosa siesta, buscaba en lo alto, arriba, sobre las ramas tupidas de hojarasca. Más arriba. Todavía más, en la punta de los árboles. En la copa, pues.
Y, si. Ahí estaba, plácidamente recostado en una rama ligera que se movía lánguidamente como una fina hamaca a merced del vientecillo susurrante.
Sus ronquidos eran como el roce de ese mismo vientecillo contra la verde maleza.
Olmecachetes no se dignó gritarle para llamarlo. No, que va. Ni siquiera hizo el intento de hablarle con su voz natural. No. Ni siquiera de musitar el nombre del durmiente. No. Sería en vano.
Optó por abrazar el árbol en cuestión y haciendo un esfuerzo sobrehumano, lo zangoloteó de aquí para allá dejando caer el pesado cuerpo de Olmecopa, el que sonó como un costal de papayas reventadas. ¡Cuaj! Y aún así, siguió roncando.
No fue sino hasta que su divina mujer lo cogió de las orejas y lo levantó como si fuese una olla llena de frijoles. El pobre hombre entreabrió los ojos y, haciendo una mueca de dolor, y a medio despertar, alcanzó a preguntar:
-¿Qué pasa?
-¡Haragán! ¡Flojo! –le recriminó, y después de una pequeña pausa, acentuando la voz le volvió a etiquetar-: ¡Aguacatón! –y esta vez puso sus manos cóncavas y vueltas hacia arriba, como sopesando un par de grandes aguacates, de los que ya dijimos en otra ocasión que este fruto sabroso quiere decir testículo.
Así, pues, ante el infortunio de haberle encontrado su esposa, no le quedó más remedio que ponerse a trabajar en la construcción de chozas para recibir a la familia de su mujer, que ya comenzaban a llegar, primero diez, luego otros cinco, y otros diecinueve, y veinticinco, y Olmecopa se rascaba la cabeza queriendo imaginar cómo los iba a acomodar a todos y cada uno.
-Oye, mujer, son muchos tus parientes, y…
-¿Y qué? –le interrumpió, sabedora de que se iba a quejar.
-¡Y si solamente atendemos a tus hermanos? –se atrevió a sugerir Olmecopa.
-Como quieras.
-¿Cuántos son?
-Los dedos de mis manos y de mis pies, más éste y este y este…
Como no sabía contar, no pudo saber que eran veintitrés, pero si pudo calcular que eran muchos.
-¡Tantos? –dijo en voz baja, como no queriendo que su compañera lo escuchara por no despertar la iracunda fiera que tenía por carácter.
-Eso sin contar a sus parejas y sus crías.
“¡Pa´su mecha!”, hubiera exclamado, pero sólo dejó escapar una tierna y dulce lagrimita.
-Mira lo que son las cosas: somos *Olmecas, es decir de la Región del Hule, y ¿a tu papá no se le ocurrió conseguir un pedazo de “hule” para no tener tantos hijos?
Olmevachetes lo miró con un odio profundo, más maldición que coraje.
-¿Qué quieres decir? ¿Qué hubieran usado preservativos?
-No, mi amor. Esos no se han inventado todavía. Quise decir que, con un poco de hule, hubieran confeccionado una bolita y, en lugar de tantos hijos, mejor hubieran construido canchas para el juego de pelota.
-A ti sólo te apasiona el jueguito ese.
-Pues ese jueguito, como le llamas, algún día será del gusto de casi todo el mundo conocido, aunque con algunas variantes.
-¿Si? Cuáles?
-Pues ahora es “hucklebol”, es decir, que se juega rebotando la pelota con la cadera. En el futuro será “basquetbol”, o sea que tratarán en meter la pelota en una canastilla y, otra variante, más popular será el futbol, que consiste en darle de patadas a la pelota.
-¡Ah! ¿Así? –y diciendo y haciendo, Olmecaricia le sorrajó la primera patada en la rodilla, y cuando se agachó para sobarse, le dejó estampadas las uñas de los pies en su apergaminada cara, que se frunció, mostrando por un instante la imagen de una nuez moscada.
CAPÍTULO 6
ÉXODO
…y sucedió que un día, después de haber permanecido por tiempo no muy bien definido en esta región de Ahauilizapan, se suscitaron ciertos conflictos emocionales.
Algunos suspiraban por sus amigos personales dejados allá por El Tajín, o en La Venta, o por Tabasco. Incluso por algunos otros que habían emigrado hacia Guatemala.
Oros suspiraban por las costumbres y tradiciones que habían forjado con el resto de sus tribus, o clanes, o grupos sociales.
Suspiraban y hasta lloraban por los tiempos pasados, y las risas dejadas en reuniones de sus respectivos clubes
-¿Saben qué? –les anunció Olmecahuixtle-: mi Olmecaricia y yo hemos decidido regresar a nuestro terruño.
-No puede ser –refutó Olmecachetes, que en todo quería ser la mandamás-. Ya sentaron aquí sus reales y aquí se quedan.
-No vemos por qué tenemos que permanecer aquí. Ya llevamos algunos siglos y, aunque estamos a gusto, queremos estar con el resto de los nuestros.
Olmecallado, que había permanecido en silencio y a la observación, se atrevió a murmurar:
-Pues digan lo que digan, a mi me gustaría también retornar –hizo una pausita, y siguió-: perdón por esa palabra dominguera; me gustaría regresar con ellos al terruño. Añoro admirar todos los días mis hermosas pirámides de San Lorenzo y de La Venta, como se les llamará algún día a estos sitios, y contemplar con verdadero amor la gran Cabeza Olmeca que tanto me recuerda a mi papá.
-Pero, amoooor –susurró Olmecanija alargando la palabra amor, para darle una sensación de ruego-. Ya nos hemos hecho a este clima y a este ambiente. Ya todos aquí somos como una sola familia, aunque seamos cientos de habitantes.
-Si, mi vida –le refutó Olmecallado-, pero recuerda que allá dejamos una familia verdadera, y amigos.
Olmecachetes los escuchaba, esperando alguna opinión de qué valerse para convencerlos de que se quedaran en esta región tan placentera. Pero nada: ya estaban decididos a abandonar Ahauilizapan y nada podría ya retenerlos.
Así, pues, fijaron la fecha en base a los movimientos de la luna y quedaron en que en tantas por cuantas lunas llenas emprenderían el regreso.
Tuvieron que enviar emisarios a sus ciudades de origen, para saber si todavía tenían sitio para vivir; si todavía sus casas estaban disponibles y ponerse al corriente de sus pagos prediales (aunque dudo que los hubiesen inventado los municipios de aquel entonces para llenar sus arcas, y sus bolsillos).
-Y bien, Olmecopa, no has hablado, dicho u opinado nada al respecto.
-Lo que tú digas, viejita.
-¡Y no me digas viejita, que me haces sentir como tu mamá!
-No, mi amor, perdóname.
-¿Entonces?
-¿Qué?
-¡Cómo que qué? Opina. Di algo.
-Está bien, viej… -y cortó la palabra, recordando que no debía decirla, a menos que quisiera ganarse una sarta de improperios, coscorrones y patadas- Está bien, amor. Me parece perfecto.
Y a la espera de que llegara la fecha, agarraba su taparrabo y a hurtadillas se iba, ya fuera a Ojo de Agua (que no se llamaba así), a Nogales (que tampoco se llamaba así), al Rincón de las Doncellas (ídem), a Huiloapan, Xalapilla y a otros veinte o treinta balnearios a refrescar sus ideas y recuerdos que estaba ya acondicionando en un cajoncito de su memoria.
Todas las fechas se cumplen exactamente en el día y la hora que debe de ser, sobretodo cuando se habla del pasado, por lo que ya próximo al año *648 de nuestra era, les empezaban a ganar las prisas para juntar las cosas que habrían de llevarse consigo.
Los utensilios de cocina, ollas, vasijas, metates, una que otra chuchería… todo, menos las esteras que constituían sus mullidos colchones.
Entre otros cachivaches, asomaron sus narices unos idolitos labrados a mano en piedra de río.
-No vayas a olvidar éstos –sentenció Olmecachetes.
Olmecopa los recogió con cierto abandono, murmurando quién sabe qué.
-¡Qué tanto murmuras?
-Pero mujer, ¿para qué los quieres? Son muchos, y muy pesados.
-Ni modo. Soy muy sentimental. Son retratos labrados que me hiciste cuando me querías mucho.
-Y te sigo queriendo.
-Pues jálale con ellos.
-Déjalos ahí, mujercita. Te prometo que cuando lleguemos a nuestro nidito de amor te haré otros tantos, y más.
-¿Dejarlos? ¡Estás loco, o qué? ¿Para qué dejarlos? Para que algún día todas estas tierras se pueblen con otras culturas, y otras costumbres, y se conviertan en ciudades grandes y hermosas, tal vez hasta en Pueblos Mágicos, y algún antropólogo las encuentre y las exhiba en un museo, ya sea de adobe, de concreto o, en el mejor de los casos, de hierro, y ahí expuestas pongan en su explicación que son de tal por cual época, o período, pero no ponga de qué cultura son ni, mucho menos, que me pertenecieron a mi? ¡Estás bien tarado!
Olmecopa la escuchaba cabizbajo y meneando la cabeza arriba y abajo, y por ratos de izquierda a derecha denotando inconformidad.
La dejó hablar y hablar, hasta que ya cansada de su silencio, le dijo:
-Está bien. Pero me las tienes que reponer cuando lleguemos.
Y comenzó el éxodo, abandonando estos parajes paradisíacos, feraces y revitalizados por arterias que dejaban circular este líquido vital que los dioses llamarían elíxir y que los nativos terrícolas conocen, simplemente, como agua.
*Según versiones de algunos arqueólogos, en esta región de Orizaba, se hallaron indicios de la presencia de la cultura Olmeca, mismos que datan aproximadamente del año de 648, de nuestra Era.
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