“LA HERRAMIENTA PRODIGIOSA”

(Dr. Félix Martí Ibáñez)

Una vez, en Tanger, esa puñalada de luz en el costado del Mediterráneo, un pastor morito me reveló el secreto de la mano.   Por la mañana, mientras custodiaba a sus corderos, le vi con la mano tendida y en ella una flor.

Y por la noche, mientras las ovejas rendidas dormitaban, el pastor moro, aún estaba en la misma postura.  Su mano tendida, pero ya vacía, parecía aguardar la limosna celestial de una estrella de plata.

La mano era para aquel morito un instrumento poético con el que, mientras duraba su faena, atesoraba flores de día y aguardaba de noche la limosna de una estrella caída.

Desde Aristóteles se ha dicho que el hombre es inteligente porque posee manos.

Acaso fuera más correcto decir que la mano es un órgano prodigioso en virtud de la inteligencia que la guía.

El gesto de la mano resume dinámicamente nuestra personalidad.

La mano apasionada del enamorado.

La mano crispada del colérico.

La mano suplicante del místico.

La mano exploradora del médico.

La mano alada del danzarín.

Y existe la mano de gestos colectivos.

La mano en alto que significa aceptación.

O lo opuesto: el puño cerrado, saludo simbólico de los regímenes políticos totalitarios.

Por algo los antiguos médicos sostenían que la lengua representaba al cerebro y la mano al corazón, al que estaba unida por venas especiales, lo que justificaba que en el dedo anular izquierdo se pusiera el anillo conyugal.

La mano humana representa un avance soberano en la evolución biológica, que provino del casco del caballo y de la mano del simio.

Aunque las partes que componen la mano son rudimientarias, la mano en conjunto es de arquitectura exquisita y delicada.

No obstante tales imperfecciones, la mano es la herramienta más prodigiosa de que dispone el ser humano, hecho simbolizado en que el primer gesto del recién nacido, y el último gesto del agonizante, es de que la mano se agita en el aire.

En la literatura, el arte y la historia, hallamos toda suerte de manos.

Las manos de los emperadores romanos, que con su pulgar todopoderoso hacia arriba o abajo, concedía la vida o la muerte.

Las dulces manos de Cristo, azucenas clavadas en la cruz.

Las manos de Poncio Pilato, de las que el agua no pudo lavar su criminal abulia.

Las manos como palomas en los lienzos de Botticelli.

Las manos ensangrentadas de Lady Macbeth.

Las manos que curaban, de los místicos renacentistas.

Las manos amorosas y apasionadas de Cloe, Julieta, Mesalina y Cleopatra.

La mano valiente y noble de Don Quijote.

Las manos creadoras de Leonardo y el Greco; de Pasteur y del coloso compositor Beethoven.

Las admirables manos de la Pavlowa; de Picasso; de Pablo Casals, de Toscanini.

Las manos sabias desde Hipócrates a Mesmer, instrumentos de la ciencia.

Un ademán, una actitud, un simple apretón de manos son altamente reveladores.

Mas, acaso nada revela tanto al mágico poder de las manos para convertir la emoción en acción, como en el aplauso.

En el aplauso, viva muestra de admiración por alguien o su obra, el ser humano abre los brazos, como para dar un abrazo, junta las manos de nuevo para hacer sonar un chasquido, y las aparta otra vez para dejar volar el mágico pájaro invisible del aplauso, alado mensajero del corazón del hombre.

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