(TERCERA PARTE DE SEIS)
ORIGINAL DE: rafael riquelme nesme
Felices de la vida, nuestros tres amigos iban y venían de una charca a otra, de un nacimiento de agua a otro; de una laguna a otra, de una represa de río a otra represa.
Corrían, jugaban, saltaban, reían, gritaban, y nada les interfería.
Si caía el sol a plomo, pues qué caray, estaban en el agua fresca y cristalina, pura: sin ninguna contaminación. No existían todavía los factores contaminantes.
¿Comer? La vegetación abundante les propiciaba alimentos suficientes para saciar su hambre, dado que no tenían conocimientos de alta cocina ni repostería ni nada por el estilo.
Se contentaban con casi nada. No les eran imprescindibles ni las garnachas, ni los molotes (ahora llamados quesadillas), ni los chileatoles, ni los tamales, ni el atole, porque nada de eso se había inventado todavía, así que se contentaban con algunos elotes asados, chayotes que iban a hervir de carrera al Pico de Ahauilizapan y * frutos silvestres como las tunas, los mezquites y las bellotas, o bien, maíz rústico, calabaza y, cuando les era propicio, vivían de la caza y de la pesca.
Aún así, con todas estas carencias y faltos de medios para cualquier otra actividad, eran felices, y suspiraban por causa de su soledad, pero al menos, no tenían que pedir permiso para ir con sus compañeros a refrescarse al Ojo de Agua donde ese líquido cristalino, transparente, delicioso al tacto y al paladar, de origen volcánico, fría a más no poder, les ponía la carne chinita chinita, pero no lo mencionaban porque no sospechaban siquiera que hubiese otros continentes, y menos aún que en uno de ellos existieran los chinos.
Muchos años después, * alguien por ahí escribiría: “chino chino japonés, come caca y no me des”. Y esa frase se volvería un dicho pegajoso y popular en boca de niños y jóvenes solamente; pero no adelantemos las épocas ni las costumbres.
En eso estaban nuestros tres gentiles amigos, cuando escucharon, en la distancia, murmullos apenas reconocibles.
Conforme pasaba el tiempo, los murmullos se fueron haciendo más identificables.
-Ya llegan –dijo, casi sin voluntad, Olmecahuixtle.
-Úchale, y tan bien que estábamos –suspiró casi en llanto Olmecallado.
-Pues qué bueno –discurrió Olmecopa, y agregó: -ya era tiempo. Se tardaron mucho. Ojalá y sean ellos, y no otra tribu que nos venga a hacer la guerra, o que nos vengan a cobrar la renta por estar ocupando sus tierras.
-Ni lo mande Huitzilopochtli. Que la boca se te haga chicharrón –dijo Olmecahuixtle, haciendo una sacra señal con la mano izquierda.
-¿Chicharrón? ¿Qué es eso?
-No lo se, pero suena como amenaza.
En eso estaban, cuando escucharon las femeninas voces regañonas de sus queridísimas esposas:
-Olmecallado… -gritaba Olmecanija, y repetía: Olmecalladoooo…
Su voz se sobreponía a la de Olmecaricia que, conjuntamente mencionaba el nombre de su esposo, con la esperanza de haber llegado al sitio predestinado:
-Olmecahuixtleeee… Olmecahuixtleee…
Y, sobre la voz de estas dos mujeres, se alzaba ruidosa y vociferante la de Olmecachetes, la que, buscando a su esposo, más que gritar su nombre, atronaba ruidosa y furibunda:
-¿Olmecopaaaa!
Este último metió la cabeza entre los hombros, y se hizo chiquito chiquito instintivamente, y a señas les pedía a sus compañeros que se quedaran callados, que no hicieran ruido.
-¡Olmecopaaaa! –volvía a tronar la voz de la mujer que echaba rayos y pestes.
Olmecopa casi se arrodilla ante sus compañeros para que se escondieran, cosa que ignoraron: hacía mucho tiempo que no veían a sus esposas y estaban felices de que llegaran.
Ignorando las súplicas de Olmecopa, volvieron a brincar de júbilo y respondieron a las voces…
-Aquí –gritó el uno.
-Acá –gritó el otro.
Y pronto aparecieron las tres mujeres.
Las dos primeras abrazaron y acariciaron a sus respectivos esposos, no así Olmecachetes que lo primero que hizo fue darle un par de cachetadas a Olmecopa y luego dos o tres puntapiés, que dejaron profundas huellas de uñas en las nalgas de éste que, cubriéndose la cabeza con las manos para defenderse de los golpes, no pudo esquivar el castigo.
-Mi *chilpayate –susurró muy quedo Olmecaricia al abrazar a Olmecahuixtle, sabedores nosotros que le quería decir “mi bebé”
Mientras, por su parte, Olmecachetes le musitaba al oído a su esposo diciéndole casi en un susurro, *”mi Piltontli, queriéndolo mencionar como mi niño, mi muchacho.
Ante estas escenas de amor y felicidad conyugal, Olmecopa se atrevió a tratar de serenar a su esposa, acercándose cautelosamente a ella y, extendiéndole los brazos, se atrevió a suplicar:
-Mi viejita linda, te extrañé muchísimo. ¿No me das un abrazo?
Olmecanija medio sonrió, puso sus brazos en jarra de barro cocido y luego los extendió a los lados, ofreciéndole su regazo a su esposo quien, ni tardo ni perezoso se lanzó hacia ella y trató de acurrucarse en ese nido de amor, circunstancia que aprovechó la enfurecida mujer para abrazarlo con tal fuerza que, si no hubiese sido por la ayuda que le prestaron Olmecahuixtle y Olmecallado, nuestra historia tendría, por ahora, su primer difunto.
CONTINUARÁ
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