Don Demos y la FIFA

Por su misma complexión, don Demóstenes no era hombre que gustara de los ejercicios físicos. Ni siquiera pasaba por su mente el intentarlos alguna vez.

Tanta era su apatía por los ejercicios y deportes, que ni siquiera se sentaba a saborear las emociones de un partido de futbol.  No tenía paciencia para permanecer 105 minutos del encuentro (90 de juego más 15 de descanso) a la espera de saber un resultado que, de cualquier manera, iba a conocer por los comentarios en la oficina.

Pero como ya estaba próxima la inauguración de la Copa del Mundo, y la efervescencia de los aficionados era tanta, don Demóstenes no podía desligarse del tema y, como siempre que metía las narices en algo, se empecinaba hasta el extremo de querer formar parte importante del todo.  Incluso, vestía hasta la camiseta verde de la Selección Mexicana, pero siempre debajo de la almidonada camisa de vestir, para que no se viera.  Él decía que su afición por las cosas las traía por dentro de sí, por el gusto y el placer de vivirlas intensamente, no para andarlas mostrando a todo mundo.

Así pues, dedicaba sus horas libres a pretender remediar asuntos que consideraba de alta relevancia política, social o cultural.

Es por ello que, durante algún tiempo, anduvo muy interesado en saber dónde estaba la sede de la FIFA, la Federación Internacional de Futbol, y se dedicó a consultar libros especializados, reglamentos, historia del futbol, quiénes eran y habían sido los presidente de dicha institución y qué tanta influencia tenía aquella Federación en el futbol internacional.

Y pasaron quince días, y un mes, y don Demos redactaba cartas, y más cartas, mismas que desechaba una y otra vez, y volvía a escribir hasta que consideró que aquella última era la definitiva y que iba a obtener resultados positivos.

La redactó en limpio y a máquina para que no hubiera error, pese a tener una buena letra caligráfica; y contando y recontando moneditas de diez y veinte centavos logró completar para pagar el coste del timbre postal.

Y la carta se fue a su largo viaje.

Y nuevamente, como dice la canción infantil, pasaron una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete semanas, y la contestación no llegaba. Previendo que, como suele suceder, la correspondencia se hubiera extraviado, volvió a escribir y enviar otra carta, certificada y con acuse de recibo, pero anexando una post data explicando que era la segunda vez que les enviaba correspondencia, y que esperaba, en esta ocasión, respuesta pronta y expedita de la FIFA.

Y al fin llegó la respuesta, con una negativa tal, que don Demóstenes anduvo mal del estómago por varios días.

De nada le había servido el dedicar tanto tiempo en conocer la historia del futbol, ni de los cambios que habían experimentado los reglamentos durante tantos años. Le fue negada rotundamente la propuesta de que el segundo tiempo de cada encuentro, por lo menos donde participara México, no fuera de 45 minutos, sino sólo de 40.

En la susodicha carta de respuesta se le hacía ver que a lo largo de la historia del futbol había habido varias modificaciones en lo que a tiempos de juego se refiere, y además, se le conminaba a que abundara en explicaciones sobre el por qué pretendía que ese segundo tiempo fuera de tan solo 40 minutos, íntegros, únicos, y sin tiempos de compensación.

Se rascó varias veces la cabeza, entremetiendo los dedos en su rala cabellera.  Hizo varias muecas de desagrado y al final, suspirando, decidió darles una respuesta a los dirigentes de la FIFA.

Se sentó de nueva cuenta ante la máquina de escribir y, como única respuesta envió una sola frase que decía: “Porque cada vez que juega México contra otro equipo internacional, perdemos durante los últimos cinco minutos de juego”.


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