Jugar a saltar al “burro” esa un placer, un deleite, una angustia, un regocijo, un miedo morboso… Adrenalina pura.

SALTANDO AL BURRO

APUNTES PARA MI LIBRO: DÍAS DE NIEBLA

Los horarios de clases en las escuelas eran entonces, por demás, esclavizantes: había que estar en la escuela de 9 a 13 horas, y luego de 15 a 17 horas; es decir, de 9 a 1, y de 3 a 5; y cuando uno es niño eso significa pasar toda la vida encerrado, aprendiendo a odiar las interminables horas de encierro, pudiendo aprovecharlas en juegos y en estar en contacto con la naturaleza de nuestros años infantiles.

De cualquier manera, tanto a la una de la tarde, como a las cinco, salir en tropel, desbocados, o aullando como coyotes en manada furiosa. 

Algunos niños usaban mochila, pero era mejor y más interesante llevar los libros y cuadernos en la mano, bajo el brazo que se adormecía por la posición de abrazar y presionarlos para que no se desbalagaran.

Y luego, con las carreras desaforadas…

Y luego con la distracción propia de aquella edad…

Y luego con las bromas y las risas…

Y luego con la iniciativa de los más grandes (de edad, de tamaño y de malicia) para jugar al Burro en seguidillas.

Uno se fleta, y los demás lo brincan, y conforme lo van brincando, se van fletando para que todos y cada uno de los 10 o 20 muchachos tengan que brincar otros tantos 10 o 20, según la cantidad, en una continuidad que terminaba hasta llegar a determinada distancia de cuadras, que sumaban tres, cuatro, cinco…

Y había que saltar los Burros, y había que fletarse para que todos los demás lo saltaran a uno, y había que cuidar los libros y los cuadernos; y lo mejor era meterlos entre el pecho y la camisa no para que entraran las lecciones de los libros por ósmosis, sino para que no se fueran a perder; y así, con esa panza librótica, saltar, correr, agacharse, recibir los castigos de los grandes como tributo por permitirnos a los chaparros revolvernos con ellos, y aprender sus malicias.

Y cuando el tiempo era sobrado, podíamos jugar al Burro 16, por ejemplo, en el que los grandes designaban quién era el castigado para esa ocasión.  Y comenzaba la letanía:

–Uno, para tu desayuno…

Y el chamaco, fletado, encorvado, formando ángulo recto, soportaba que todos los demás lo saltáramos (o nos saltaran) uno a uno, repitiendo en cada turno: “Uno, para tu desayuno”.

–Dos, patada y coz.

Y con perdón para los nobles brutos, cuadrúpedos de largas orejas y cara triste, había que darle al burro fletado, al principio del trayecto del salto, sostenidos con las manos en la espalda de ese “burro” una patada con el talón en una nalga y al ir descendiendo del otro lado, otra patada en la otra nalga.

–Tres, hilitos de San Andrés.

Y todos en su momento, sin castigo ni nada, brincábamos al “burro”.

–Cuatro, jamón te saco.

Al ir descendiendo, después del salto se le picaba el trasero con un dedo.  Y había que hacerlo sin importar quién fuera, con tal de no sufrir el castigo de ocupar su puesto y recomenzar el juego.

–Cinco, desde aquí te brinco.

Cuánto miedo nos daba que el primero de la fila fuese un grandulón, pues había que saltar diametralmente desde el mismo punto que él lo hiciera.  ¡Cuánto sufríamos los chaparros!

–Seis, otra vez.

Y nuevamente, a sufrir por la distancia del salto.

–Siete, te pongo el bonete.

Llegaba el momento de la venganza, pues cada quien debía dejar sobre el lomo del “burro” su pañuelo, paliacate, gorra, cachucha o lo que fuera, y sobre todo, los últimos, que intentábamos cubrir con nuestros bonetes, los de los primeros en saltar.  ¿Por qué…?

–Ocho, te lo remocho.

Y cada quien tenía que rescatar su prenda, o bonete, sin que ninguno de los demás cayera al suelo, pues el castigo era fletarse de “burro”.  Lógicamente, el del primero en saltar (en el número siete) quedaba oculto, aunque hubo algunos expertos que por artes casi diabólicas, lograba sacarlo con toda limpieza.

–Nueve, te saco un poquito de nieve.

Era el mismo procedimiento del número “Cuatro, jamón te saco”.

–Diez, botellita de jerez.

Insípido salto sin más obstáculo que la altura del mismo “burro”.

–Once, caballito de bronce.

Y el primero montaba sobre el lomo del burro que “reparaba” tantas veces cuantas podía, hasta deshacerse del primero.  Todos los demás debíamos resistir la misma cantidad de “reparos” si no queríamos sufrir el castigo de fletarnos.

–Doce, la vieja tose.

Había que saltar tosiendo como vieja bruja y fea.

–Trece, el rabo te crece…  y en este momento se le picaba con el dedo el rabo al “burro”,  y al amanecer te desaparece… y al caer del otro lado, se le daba una nalgada, antes de pisar el suelo.

–Catorce, la vieja cose.

Con las uñas, como si se sostuviera una aguja, se daba una puntada en el lomo del “burro” mientras duraba el salto.

–Quince, el diablo te trinche

Con los dedos de las manos, como garras, se debía clavar las uñas con la mayor saña posible, para cobrar venganza y desquitarse por castigos pasados, o previendo el sufrimiento futuro.

 -Diez y seis, la vuelta al mundo y muchachos a correr.

De un salto, dejando caer el estómago sobre la espalda del fletado, había que dar una voltereta completa, apoyando las manos del otro lado del “burro”.   Y conforme se iba saltando al burro, había que echarse a correr.  Después del último, el que hacía de burro correteaba a los demás y al que tocara primero se fletaba de burro.  Lógicamente, como ya se ha dicho, los chaparros siempre perdíamos, por querer jugar con los grandulones.

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