En un día de tantos, del año del caldo, mientras caminaban soleadamente, abriendo brecha en la cerrada maleza, charlaban, jadeando, dos hombres ataviados a la moda de aquel entonces.

-Caray, que vegetación tan cerrada –dijo Olmecallado, sacando la lengua reseca.

-Es lógico –contestó Olmecahuixtle, y continuó: -Nunca nadie había estado por estos parajes. Antes di que hemos llegado hasta aquí.

-Hasta aquí, ¿dónde?

-Pues, aquí. ¿dónde más? –argumentó doctoralmente Olmecahuixtle.

-¡Ah, pues si! Y, ¿cuándo llegaremos? –preguntó nomás por preguntar algo.

-¿A dónde? Si no tenemos una meta…

-Es cierto –jadeó más que suspirar Olmecallado, y continuó: -es que ya quiero llegar a cualquier parte. Algún día llegarán los Aztecas

-Los aztecas llegaron a Tenochtitlán porque su brujo, o sacerdote, o lo que sea, les predijo que encontrarían un águila devorando una serpiente.

Olmecahuixtle se le quedó mirando con cierto aire de superioridad, como diciéndole tonto; y, por ir volteando a verlo se dio un santo y bueno fregadazo en la cara con una rama de jinicuil.

-Por eso es que nos mandaron de adelantados, para buscar una señal donde fundar nuestra comunidad…

-Y, hablando de que nos mandaron, éramos tres… ¿Dónde quedó Olmecopa?

-Es un caso perdido –respondió Olmecallado moviendo negativamente la cabeza. –Por eso no quería que viniera con nosotros.

-Debemos tener consideración para él. Ha de venir por ahí.

-Pues hay que buscarlo, porque no creo que se haya quedado rezagado por cansancio. Con eso de que le gusta la copa…

Tienes razón. Habrá que buscarlo –aceptó Olmecahuixtle con cierto aburrimiento.

Y desandaron un buen trecho de distancia, gritando su nombre y atentos a cualquier indicio que les diera alguna pista para encontrarlo.

-¡Olmecopa! –gritaba el uno.

-¡Olmecopa! –gritaba el otro.

Así durante algunas horas, que ellos no tomaron en cuenta porque no se habían inventado todavía las horas, por lo menos en esa región.

-¡Olmecopa! –volvía a gritar el uno.

-¡Olmecopa!  –volvía gritar el otro.

Buscaban y rebuscaban, entre ramajes y matorrales, entre zanjas y barrancos, y de Olmecopa, ni sus luces.

Aguzaban el oído por si alcanzaban a distinguir, entre el vocinglerío animal, la voz o algún movimiento que lo identificara.

Y sólo alcanzaban a percibir los trinos de las aves, el aullido del coyote, el rugido del ocelote. El cloqueo del guajolote, el quejido de… ¡Caramba! Sí, era un quejido.

-Olmecallado, escucha… -previno Olmecahuixtle.

Olmecallado puso su mano en la oreja a manera de concha para escuchar mejor, y si, era realmente un quejido humano.

-Por allá –señaló Olmecallado.

Y se dieron prisa en localizar el sitio de donde provenía el quejido.

Ahí estaba, tendido entre un montón de hojas y yerbas, Olmecopa.

-Mira nada más cómo andas, hermano. ¿Pues qué te pasó?

-Por andar en la copa, me caí.

-Te hemos dicho que ya no bebas pulque…

-¿Cuál pulque, ni qué nada! Me caí por andar en la copa, pero en la copa de ese árbol de ahuacacuahuitl

-Aguacate, querrás decir –corrigió Olmecahuixtle.

-Bueno, así le llamarán en un futuro, cuando vengan los conquistadores. Me subí para hacerla de vigía y ver si desde esa altura podía localizar el sitio que debemos localizar, y de paso, cortar algunos.

-Pues convida –dijo Olmecallado tratando de arrebatarle unos cuántos.

-¡Mis testículos! –gritó imperioso Olmecopa, aferrándose al montón de aguacates cortados del árbol de donde había caído.

-No seas picardiento, Olmecopa…

-¿Picardiento? Yo no soy picardiento.

-Acabas de decir “mis testículos”.

-Pues eso quiere decir *“aguacate”: testículo.

-Ah, caray… No lo sabía.

-No lo sabía –repitió refunfuñando Olmecopa-. Te haces *huachólotl.

Olmecallado dio dos o tres vueltas, bailoteando en derredor de Olmecopa, fingiendo el movimiento de los guajolotes y en una mala interpretación de su voz, casi gritaba: “gordo, gordo, gordo”

Una vez recuperado del batacazo, juntos los tres, continuaron su marcha, enredándose en la maleza de aquellos parajes, hasta que después de mucho andar llegaron a un valle risueño y pleno de luz y vegetación donde brillaban los rayos de un sol deslumbrante entre el canto acuoso de un manantial alegre y juguetón.

Los tres a uno quedaron sorprendidos, maravillados ante ese paradisíaco espectáculo natural.  Suspiraron, dieron dos o tres brinquitos de júbilo y, en un rapto de alegría, Olmecahuixtle, llenando plenamente sus pulmones todavía no contaminados por el smog, puso sus manos en bocina a la altura de la boca y gritó:

-¡Agua a la vistaaaa!

Y sin demora, los tres, como uno solo, brincaron, saltaron, gritaron y hubieran lanzados hurras de alegría, pero todavía no se había inventado esa expresión, por lo que dando brincos de alegría y saltando como chapulines en comal ardiente, se dirigieron al manantial y sin decir “agua va” se lanzaron de bruces a esos cristales líquidos, casi congelantes en aquel nacimiento de agua volcánica.

Ahí mismo saciaron su sed, y ahí mismo se hicieron chiz, tiritando de frío.

Por la alegría que les dio, decidieron llamarle a ese sitio *Ahauilizapan, o sea “lugar de las aguas alegres”.

(CONTINUARÁ)

Este fragmento es parte de una historia de Orizaba, versión libre, según me la contaron mis ancestros en un sueño placentero y divertido que tuve después de cenar un chileatole verde con camarón y una docena de garnachas.

NOTA: Los conceptos precedidos por el signo (*) son, presumiblemente, verídicos, a reserva de confirmar lo contrario.

Original de rafael riquelme resme.

Me apego al Derecho de Autor, de esta publicación, con esta fecha.


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